Destino deseado por muchos… ¿Vale la pena?

Por Adriana D’Angelo.
Escoger tres de las islas que componen la Polinesia Francesa como el destino de nuestra romántica luna de miel fue, en muchos sentidos, una decisión correcta. Definitivamente valieron la pena las 22 horas (entre vuelos, conexiones y esperas) que viajamos hasta llegar a ese paraíso localizado al sur del Océano Pacífico.
Antes comenzar a contarles lo que vi en aquel recóndito pero atractivo punto del planeta, quiero aclararles que toda mi descripción se basará en mi experiencia personal, si ustedes han estado allí antes o les han contado algo diferente, son libres de creer cualquier versión. Prepárense para escuchar lo mejor… y ¡lo peor! de mi visita a Tahiti, Moorea y Bora Bora.
Para llegar hasta la Polinesia Francesa, el punto de partida es el LAX -Aeropuerto de Los Ángeles, California- (incluso la mayoría de los turistas provenientes de Europa, África y Asia viajan desde allí), donde se aborda un Airbus equipado con tecnología de punta de la aerolínea “Air Tahiti Nui”, que cuenta con el mejor servicio que he recibido hasta el momento en algún vuelo aéreo, con asientos muy cómodos y un decente menú para sobrellevar nueve horas de vuelo. Puede sonar ostentoso, pero el trayecto es tan largo que agradezco enormemente la sugerencia de nuestra asesora de viajes, María Esther, de volar en “Business Class”, de lo contrario, creo que nos hubiesen tenido que reconstruir al llegar a Papeete, capital del Tahití.
El vuelo arribó aproximadamente a las 9 de la noche, hora local (3:00 am hora del este de US). Allí nos esperaba un chófer que nos condujo hasta el Hotel Intercontinental de Papeete. Al día siguiente, gracias al jet lag, nos despertamos antes del amanecer, salimos al balcón de nuestra suite, y allí estaba, en frente de nosotros, el mar abierto, y uno de los más deslumbrantes amaneceres que haya visto en la vida. Pero lo mejor vino ya a la luz del sol, ese color azul maravilloso en el agua, que nunca más se te borra de la memoria (pero que no es nada en comparación con el de las otras dos islas, menos habitadas y tocadas por la mano del hombre).

Papeete es excelente como primera impresión. Pero si algún día volviera a la Polinesia Francesa, no me quedaría allí más que la primera noche para descansar del largo viaje y al día siguiente me iría a otra parte.
De las más de cien islas que conforman la Polinesia, Tahití es la más grande y poblada de todas, se ubica en uno de los cinco archipiélagos llamado las Islas de la Sociedad, al sur del Océano Pacífico, los otros cuatro son: Las Marquesas, Las Tuamotu, Las Gambier y Las Australes. Los idiomas oficiales son el francés y tahitiano, sin embargo, quedé impresionada con la facilidad con la que sus pobladores hablan 2, 3 o más lenguas. Los tahitianos están preparados para comunicarse con cualquier tipo de público, pero nos hubiese gustado que fueran un poco más amables, porque el servicio que recibimos dejó mucho que desear.
Tratamos de hacer un recorrido cultural por el casco central de Papeete, pero sinceramente no vale la pena. El único atractivo comercial que comparten estas islas es la venta de “black pearls” (perlas negras), que son cosechadas localmente y exportadas a todo el mundo. De resto lo mejor que pueden hacer es literalmente: “No hacer nada”. Quedarse en las inmediaciones de su “bungalow” (cabaña sobre el agua), y deleitarse audiovisualmente con el turquesa de las aguas, los peces, los corales y el sonido del mar cuando rompe en los cimientos de su refugio temporal.

Al tercer día volamos y en 15 minutos aterrizamos en Moorea, una isla de origen volcánico, más pequeña en cuanto a población, pero con abundantes riquezas naturales, no sólo acuáticas, sino también vegetales. El panorama en Moorea conjuga la infinidad del mar que bordea a un compendio de verdes e imponentes montañas plantado en todo el corazón del territorio.
Dicha combinación de verdes y azules de sus paisajes hace que los nativos de Moorea se sientan orgullosos y te preparen –recelosos- para lo que está por venir, la perla mayor… la más exclusiva: Bora Bora.
En Moorea rentamos un pequeño carro y recorrimos toda la isla a través de su única calle. No hay pérdida, solo hay una circunferencia que bordea todo en aproximadamente 3 horas (incluyendo las paradas para tomar fotografías). Uno de los puntos de interés es su laguna, la cual junto con la de Bora Bora son las más bellas de la polinesia. Visitamos un par de hoteles, todos muy similares al nuestro y, a su vez a los de las otras islas, y subimos hasta el tope de una de sus montañas donde hay un mirador desde donde se pueden apreciar mejor las riquezas geográficas de la misma.
Les aconsejo que no traten de conducir por su cuenta hacia una famosa cascada. Nosotros estuvimos más de una hora perdidos, prácticamente en el medio de la selva, sin teléfono, sin ningún tipo de comunicación, por lo cual ni sé como salimos de allí, luego de que las ruedas del carro se quedaron atascadas en el fango.
Una de las noches de nuestra estadía el hotel planificó una cena especial en la playa, con un buffet compuesto por innumerables y suculentas opciones, y la amenización de un grupo de danzas y música típicas de la región, que incluía shows con fuegos y tambores, lo cual fue una de las atracciones que mi esposo disfrutó más.
La comida en todas las islas fue deliciosa. Los desayunos repletos de frutas naturales, y banquetes de mariscos, pescados y otras delicateces para el almuerzo y la cena.
Los aficionados de los deportes acuáticos (el cual no es mi caso) encontrarán un sin fin de actividades que incluyen: buceo, dar de comer a los tiburones, nadar con delfines, submarinos, eco-tours, etc. Nosotros tomamos un submarino en Bora Bora y vimos tiburones desde cerca, pero ¡a través de un cristal bien grueso!.
La llegada a Bora Bora es totalmente distinta a la de cualquier otro destino al que haya ido. El aeropuerto tiene un muelle donde te esperan las lanchas de cada hotel o resort para llevarte a sus instalaciones. Al llegar te identifican con un collar de caracoles (de colores distintos para cada hotel), y desde el momento en que te trasladas te das cuenta de que el agua es diferente, tiene una magia especial, es totalmente cristalina.
En los dos hoteles anteriores (Papeete y Moorea), las cabañas estaban conectadas por algún lado a la tierra, pero en Bora Bora están completamente sobre el agua y desde el piso de tu habitación puedes ver a los peces nadar alrededor… es una experiencia incomparable.
Las únicas atracciones en un paraíso como este son la naturaleza… y la compañía. Es por eso que considero que es un destino ideal para la luna de miel, pues no hay nada, ni nadie, que desvíe la atención del uno hacia el otro. No lo recomiendo para ir en familia, porque a pesar de que hay muchas actividades que hacer para todas las edades, al cabo de un par de días los jóvenes estarían aburridos después de haberlas probado todas ya varias veces.
Me gustó mucho que todo el mundo, con pocas excepciones, estaba en pareja. Heterosexuales y homosexuales, todos felices, con cara de tranquilidad y relajación. Los resorts están dotados de rincones románticos para crear la atmósfera perfecta para compartir con tu pareja. Puedes pedir con anticipación que una señora nativa de la isla te lleve el desayuno hasta tu cabaña en una pequeña canoa, con muchas frutas y flores frescas.

A pesar de que nos sentimos un poco inconformes con el trato recibido, ya que el pago corresponde a un turismo de más de cinco estrellas y el servicio no es recíproco, valió la pena estar lejos de todo, y de todos, y concentrarnos en esa nueva unión que acabábamos de conformar. En pocas palabras, si te aburre estar con tu pareja te aconsejo que no vayas a la Polinesia Francesa.
En Bora Bora debes hacer reservación todas las noches si es que quieres cenar en el hotel, si no, no podrás comer nada hasta el siguiente día. No hay muchos restaurantes en la isla, y quizás el más famoso es Bloody Mary’s, donde al entrar escoges de una mesa gigantesca la carne, el pescado o los mariscos que más adelante te vas a comer. Los artistas que lo han visitado dejan sus autógrafos y fotografías en unas carteleras que flanquean la entrada. Los pisos son de arena de playa, así que te quitas los zapatos al entrar y el ambiente es bien tropical y casual. Recientemente las Kardashians estuvieron allí cenando en familia y ellos hacen alarde de eso.
Respecto al mar, tengo varias observaciones. Como cualquier persona criada cerca del Mar Caribe, esperaba que pasaría horas bañándome en esas hermosas y cristalinas aguas… pero ¡no!… estaban tan heladas que sólo me sumergí un par de veces, una de las cuales tuve que salirme al rato porque comenzó a llover. La razón es que estaba en el medio del Océano Pacífico, cuyas aguas son templadas, especialmente en la época de mayor turismo: Invierno… que ¿por qué invierno?, porque durante el verano llueve todos los días sin parar.
Por otra parte, pensé que encontraría extensas millas de playa, para caminar y tomar sol… pero no, su atracción no es que tienen playas, sino la claridad del agua, los resorts con sus bungalows sobre el agua y todas las riquezas marítimas que se hayan en el interior… Pero bueno viviendo a 5 minutos de la playa en Naples, me conformé con descansar y deleitar mis sentidos de la vista, el audio y el olfato, en una atmósfera cien por ciento libre de polución
En definitiva, no sé si quiera volver, o prefiera probar nuevos destinos exóticos, pero nunca olvidaré ese color azul turquesa que me quitó el aliento, ni el verde de sus montañas, ni la inmensidad de un agua que no tienen ni principio… ni fin.